Este verano de 2015 estuve unos días en Almuñécar, Granada, sitio donde he veraneado siempre. Esta ciudad costera me ha acompañado desde mi más tierna infancia, cuando aún vivían mis abuelos. Como comprenderéis, al llegar a Almuñécar me asaltó una infinidad de recuerdos, tanto de mi niñez como de tiempos más recientes, vinculados todos ellos al mar. La costa sexitana, es decir, de Almuñécar, es la que me ha visto crecer año a año y, por ello, el mar y el tiempo constituyen un elemento mismo en esta poesía. De este modo, el mar, o el tiempo, son la vida misma, con sus facetas buenas y malas, idea que reflejo entre los versos 22 y 28 con las antítesis adjetivales que atribuyo al mar. Espero que os guste.
Almuñécar
Me despido ya de la playa sexitana.
He estado sentado a las orillas del tiempo
en esta última y gran semana
respirando y exhalando el sabor veraniego.
He estado, siempre que venía a Almuñécar,
acurrucado entre los brazos del mar.
Tan fiero… y tan tranquilo.
Ahora me doy cuenta
de que desde niño me bañaba,
sin saberlo,
en el mar inmenso que es el tiempo.
Tan abrumador… y tan lejano.
Ese mar oscuro, por la noche
abisal, tenebroso y extraño,
me hacía sentir al borde
de una brecha inconmensurable,
negra, aterradora y susurrante.
Mi imaginación me la pintó como temible.
Mi mente dibujó la silueta macabra
de un mar sin forma.
Pero no; no lo era para nada.
Ahora soy consciente de que esa mar,
azul y negra, tranquila y tempestuosa,
arrulladora y austera, juguetona y fatal,
son el mismo mar, cuyas suaves olas,
me acariciaban los pies pueriles,
unos pies de niño que, por el tiempo,
han crecido.
Me siento en la orilla apasionado
por aquel palo de lluvia sin fin,
y por aquel reloj de arena
que me han curtido los pies.
Aquel palo de lluvia y aquel reloj de arena…
Escucharlo merece la vida,
y vivirlo, la pena.
Óscar Santos Pradana
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