miércoles, 19 de agosto de 2015

Primer cuadro pamplonica

Actualmente, estoy estudiando en la Universidad de Navarra y vivo en un séptimo. Desde la ventana de mi piso se aprecian unas vistas espectaculares y el 15 de octubre por la tarde necesitaba escribir. No sabía muy bien el qué y fui deslizando el portaminas de modo algo improvisado. En este contexto, redacté un texto literario descriptivo sobre ese paisaje mixto: ciudad y naturaleza.

Primer cuadro pamplonica
Literalmente, estoy al borde del abismo. Me encuentro sentado en el alféizar de mi ventana en el séptimo piso. Contemplo muchas más cosas de las que puedo contar. Árboles, edificios, coches que van y vienen... también farolas, nubes y partes de cielo despejadas. Oigo un sonido continuo: los neumáticos de los vehículos desollando el asfalto, acompañados del ruido del motor, aunque ya no sé si es ruido o una nota más de un acorde al que no le encuentro la armonía. Sin embargo, los pájaros no dejan ahogar su melodía: varias especies cantan desde múltiples y diversos lugares. Las montañas del horizonte cierran el paisaje, negándome la oportunidad de ver lo que hay más allá.
Para mi sorpresa, las tímidas farolas han comenzado a lucir; quizá demasiado pronto. Los automóviles también se unen a la orquesta lumínica. El sol, ya oculto, ha legado su misión a las farolas y a los faros de los coches. Los bares, tiendas y establecimientos también reciben esa tarea.
Mientras tanto, el frío se hospeda en mi cuarto, a pesar de que no lo he invitado. De todos modos, entra con la brisa y, como pago, me besan poco a poco; casi no me doy cuenta. Creo que disfruto con esas caricias, pero no soy consciente de la postrera suerte que corren mis labios al resquebrajarse. Los mojo con la lengua, untando saliva para aliviar las grietas, pero eso no hace más que empeorarlo. Frío y brisa seguirán besándome hasta que decida cerrar la ventana. Yo lo sé, pero estoy cómodo. Ellas también lo saben.
Ahora, la luz artificial predomina en Pamplona: focos que ciegan; letreros de colores eléctricos; paseos entre árboles agradablemente iluminados; y al menos, por una vez, se calma mi alma deseosa e inquieta, y reposa tranquila. La oscuridad se ha extendido enormemente en poco tiempo; algunos atisbos del atardecer luchan por imponerse, pero es inútil. La campana del Central anuncia el toque de queda para el día y recibe juguetona y dignamente a la noche, que luce uno de sus mejores vestidos de gala. Las tinieblas asoman sus alargadas garras, como si fueran flecos de ese vestido nocturno.
Seguramente, el ruiseñor ya ha cantado. Las aves se retiran poco a poco, puede que a descansar... no lo sé de modo exacto. En fin; la penumbra es ya generalizada, aunque aún puedo ver claramente que estoy un poco por encima de la copa de algunos árboles, cosa que, sin saber por qué, a la vez me inquieta y me satisface.
Parece que todo ha cambiado, y no es así. Los coches suenan en la carretera, igual que antes; alguna moto pretenciosa eleva el ruido de su motor sobre lo demás; brisa y frío no han parado de tomarse un suculento festín con mis labios, que han acabado destrozados. No obstante, mi alma se ha enriquecido. No sabría concretar por qué. Mi espíritu ha cambiado en estos tres cuartos de hora. ¿Por qué? Ahora mismo, sé hasta donde usted sabe; ni más ni menos. He escrito y he crecido.
La temperatura empieza a ser dañina. Cerraré mi ventana, para que no salga el calor ni me devore el frío.


Pamplona, Navarra         15/10/2014

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